jueves, 7 de agosto de 2008
Memoria y amor interior: ¿cómo se alimenta el corazón?
Memoria y amor interior: ¿cómo se alimenta el corazón?
lunes, 04 de agosto de 2008
Mercedes Malavé
Pontificia Universidad de la Santa Cruz
Mientras leía el inspirador artículo de Jutta Burgraff titulado Aprender a perdonar [Disponible en:http://www.almudi.org/Inicio/tabid/36/ctl/Detail/mid/386/aid/339/Default.aspx], pensaba que sólo un corazón grande y bien alimentado de recuerdos es capaz del perdón. Para que el acto de perdonar sea sincero y profundo -no fingido, ni tampoco superficial o pasajero- se necesita un corazón generoso. Un corazón calculador, flaco, reaccionaría negativamente ante la exigencia de perdonar, por ejemplo, una injusticia. Incluso podría considerarlo un acto "injusto", que no "merece" aquel que ha traicionado a alguien o que ha dejado herida a una persona.
Pero ¿cómo agrandar diariamente el corazón?¿de qué se alimenta? Sabemos que la inteligencia crece mediante el conocimiento, y que la voluntad se robustece mediante la repetición de actos buenos y libres. El corazón crece cuando ama, pero ¿en qué consiste exactamente amar? Si nos concentramos en la dimensión interior del acto de amar, podemos decir que amar es, principalmente, recordar. El amor interior se ejercita mediante un acto de la memoria. De hecho, la palabra recordar viene del latín re-cordaris y significa literalmente "hacer presente de nuevo en el corazón", tener presente continuamente aquello que amamos.
Entendemos por memoria aquella facultad por la cual ejercitamos el acto interior de recordar las cosas previamente conocidas. El célebre San Agustín desarrolló ampliamente este tema de la memoria en su obra De Trinitate. En algunos pasajes explica que todo lo que el hombre conoce por medio de los sentidos corporales queda impreso en la memoria, a manera de imágenes que son semejantes a lo exterior. Luego, el hombre puede traer de nuevo a su interior, aquellas realidades que ahora están ausente. A esta presencia consciente llama San Augstían "mirada interior", y equivale a un recuerdo. La voluntad es la encargada de llevar y traer estos recuerdos, porque tenemos la capacidad de retener o rechazar ciertos pensamientos. Capacidad que no viene dada, pues no es fácil deshacerse de los recuerdos: es necesario ejercitarse con disciplina y constancia para que paulatinamente esos pensamientos vayan disminuyendo en su intensidad y no ofusquen el mundo interior personal.
Cuando la voluntad está lo suficientemente dispuesta a permanecer unida al ser querido mediante un pensamiento o recuerdo constante, entonces decimos que allí hay amor, en su dimensión interior. Amor interior o recuerdo que tiene como su morada o su permanencia en lo que solemos designar con el nombre de corazón. Al referirnos al corazón estamos nombrando una facultad por la que somos capaces de mantenernos fijos en un pensamiento, al tiempo que realizamos otras operaciones del intelecto y la volutnad -tanto internas como externas- como el estudio, el trabajo, el diálogo, la distracción, etc.
Por su parte, el hombre de hoy, saturado de malas noticias y continuamente expuesto a los sufrimientos que padecen tantas personas en el Mundo, encuentra dificultades para recordar cosas buenas y agradables; y por ello puede que experimente un fuerte deseo de limpiar su memoria de recuerdos tristes. Con mucho más motivo, aquellos que han experimentado en su propia vida un dolor fuerte, buscan una explicación que sane sus corazones y que les permita alcanzar un poco de felicidad y serenidad frente al dolor. Tim Guénard, luego de haber sufrido el abandono de su madre, las golpizas de su padre, el maltrato de su madrastra y de los funcionarios que le vigilaban en los diversos reformatorios en los que vivió; después de ser víctima de la violación y del abuso infantil (robo, prostitución, peleas callejeras, etc.), explica en su libro Más fuerte que el odio que durante años sólo vivió por la motivación – el recuerdo – de querer matar a su padre, hasta el momento en que se topó con el amor de las personas lisiadas. Allí, su corazón "se puso de rodillas", y dice: "Les debo la vida y una formidable lección de amor. Este reencuentro inesperado con el Amor conmocionó mi existencia (…) Doy fe de que el perdón es el acto más difícil de plantear. El más digno del hombre. Mi combate más hermoso. El amor es mi puño final". Fue el amor lo que hizo que su corazón se arrodillase y en esta condición, de aparente vulnerabilidad, fue que pudo iniciar ese camino fuerte, de combate duro, que lo condujo al perdón de su padre.
Cuando amamos nos mantenemos en el ser amado, lo contemplamos, es decir, lo miramos desde nuestro interior y por eso nadie puede obligarnos a borrar algún recuerdo, a no permanecer en él. Éste es el acto que hace grande al corazón. Victor Frankl afirma en su biografía que lo que hizo que sobreviviese a los campos de concentración nazi fue el recuerdo de su esposa. Cuando las fuerzas físicas y psíquicas le fallaron, cuando ya no tenía energías para sobrevivir, el corazón demostró su fuerza regeneradora del ánimo y del cuerpo. Fue este acto del recuerdo de su mujer, ese aferrarse interiormente a ella, la fuente de una extraña fortaleza que le permitió superar las torturas de los soldados y del invierno, sin entregarse a la muerte: "la oía contestarme, la veía sonriéndome con su mirada franca y cordial. Real o no, su mirada era más luminosa que el sol del amanecer (...) Comprendí cómo el hombre, desposeído de todo en este mundo, todavía puede conocer la felicidad –aunque sea sólo momentáneamente– si contempla al ser querido".
El corazón se adecua al tamaño y a las exigencias de lo que ama, se pone a su nivel. Si es algo inferior al hombre, el corazón se hace pequeño y mezquino, porque no le exige grandes esfuerzos de conocimiento y de sacrificio personal. En cambio, cuando lo amado es igual o superior al hombre, el corazón se agranda y se hace fuerte, como lo experimentó Victor Frankl. El corazón empequeñecido se suele identificar con el hombre egoísta, que ha reducido su capacidad de mirar el mundo que le rodea, con su belleza y con sus problemas, porque permanece encerrado en sí mismo, encadenado a un amor que le reduce en su capacidad de entrega y de amor. Más adelante volveremos sobre este punto cuando tratemos de las obsesiones y los apegos.
Si amar es principalmente un acto interior, una mirada constante del corazón al ser amado, entonces en el acto de amar confluyen todas las potencias humanas. Hace falta la inteligencia para poder imaginar y conocer al ser amado. Hace falta la voluntad de querer contemplarlo, que se traduce en un continuo sí del amante desde lo más profundo de su intimidad; un sí que no puede ser automático, ni en todo momento inconsciente, porque entonces dejaría de ser libre. De este modo, toda la persona se amolda, adapta sus potencias y las dirige, según aquello que ama. Con razón, dice la Escritura, donde está tu tesoro –y podemos decir, donde están tus recuerdos: ambiciones, ideales, metas, deseos, personas, cosas, etc.- allí está tu corazón, aferrándote cada vez más a ese tesoro.
Veamos con un ejemplo las manifestaciones de comportamiento del corazón pequeño. Hace tiempo leí que en dos países estupendos y con grandes posibilidades materiales, como son Estados Unidos e Inglaterra, los propietarios de mascotas habían invertido altas sumas de dinero en la compra de regalos de navidad para sus animales: joyas de oro y de perlas verdaderas, gastos en hoteles para animales – de habitaciones con aire acondicionado y purificadores-, campos de ejercicios con entrenadores de animales, etc. Todo esto ocurría la misma navidad cuando la UNICEF publicaba su informe titulado «El Estado Mundial de la Infancia 2006: Excluidos e Invisibles». Allí, la Directora Ejecutiva de UNICEF, Ann Veneman, comentaba, en una rueda de prensa en la misma ciudad de Londres, que «no puede haber un progreso duradero si seguimos descuidando a los niños que están más en necesidad – el más pobre y el más vulnerable, el explotado y el abusado». El informe abunda en datos precisos sobre la situación de los niños pobres, desprovistos de los bienes materiales más básicos y sin oportunidades de educación.
Si bien las injusticias sociales y la marginalidad tienden a hacernos reaccionar y decir ¡cómo es posible que estas cosas estén sucediendo en el Mundo!, no siempre reflexionamos acerca de la relación que pueden tener con el egoísmo personal, con la falta de corazón. Se puede pensar que una cosa es el amor a las mascotas, a un capricho, a un lujo, etc., y otra cosa son los problemas del Mundo, cuando en realidad ambas situaciones tienen su punto de encuentro en el corazón de las personas. Un corazón empequeñecido difícilmente notará los problemas que ocurren a su alrededor porque es insensible. Así se paraliza, paulatinamente, el curso de las acciones que podrían llevar a aportar una pequeña solución –o no tan pequeña- a los problemas del Mundo. Pensemos por ejemplo qué hubiese sucedido si en esas navidades del 2006 esos 150 millones de dólares que, según el artículo, fueron gastados en regalos de navidad para animales, se hubiesen invertido en comida y regalos para los 1.000 millones de niños pobres que hay en el Mundo. No toda la responsabilidad de los problemas sociales debemos atribuirla a los gobiernos y a la ineficacia pública de las finanzas.
Pero no es sólo esta dimensión material de la justicia social la que se transformaría si las personas nos ejercitásemos más en este esfuerzo por agrandar el corazón. Sobre todo mejorarían las relaciones humanas, se fortalecería la familia, los matrimonios, el noviazgo. También descubriríamos la verdadera dimensión de la caridad cristiana, que es esencialmente un acto de amor interior. Podríamos comenzar por ejercitarnos en el esfuerzo diario por recordar a aquellos que sufren, porque están solos, porque necesitan amor: los niños, los enfermos, los pobres, los ancianos. Seguramente notaremos cómo el corazón se va senbilizando progresivamente. Adquirir esa profundidad de las personas, "expertas en humanidad", a las que se refería Juan Pablo II cuando meditaba en las necesidades del Mundo de hoy, es una urgencia de este nuevo milenio que no queremos que sufra las guerras y el odio del siglo pasado. Es bueno saber que este acto de recordar no necesariamente conlleva un sentimiento, que basta con un puro y simple acto de la memoria, un "hacer presente en el corazón" aquellas realidades, una y otra vez, para ir adquiriendo una mayor sensibilidad interior frente a los problemas y las personas.
Corazón y proyecto de vida
Decíamos que el acto de amar es un acto del corazón que consiste en recordar, y que en ese acto confluyen la inteligencia y la voluntad. Por eso, el corazón tiene una dinámica unificadora de la persona, que le hace orientar las demás potencias del alma hacia el ser amado. Si reflexionamos un poco notaremos que todos los proyectos que nos fijamos los hacemos a partir de un acto del corazón. Por ejemplo, para elegir una carrera universitaria no basta tener un conocimiento de las diversas materias que estudiaremos, ni tampoco es suficiente saber que contamos con una serie de hábitos y aptitudes que nos aseguran el éxito profesional. Más bien, lo que hace falta es un deseo de orientar nuestra vida hacia ese fin. La elección profesional consiste mucho más en una aspiración de futuro que en unas aptitudes y conocimientos, que apenas se tienen cuando se está comenzando.
Los deseos y aspiraciones también son una especie de recuerdo. Se desea lo que se trae continuamente a la memoria, lo que no se olvida. Si se olvida deja de ser deseado. Por eso, aspirar a algo es un acto de hacer presente al corazón. El amor tiene mucho de deseo, de sed de satisfacción. El corazón, en la medida en que ama, quiere amar más, no se cansa de amar, no se sacia de contemplar lo amado.
Cuando el corazón está enamorado, las potencias del alma actúan empapadas de aquello que se está constantemente contemplando con la mirada interior. Un enamorado es aquel que trabaja, estudia, viaja, descansa, fomenta un tipo de amistades, de aficiones, de diversiones, etc. permaneciendo anclado en lo que ama. Y esto tiende a ser naturalmente así, no hacen falta grandes esfuerzos ni propósitos de recordar, para que las personas vivan orientadas interiormente hacia el ser amado. Un verso de San Juan de la Cruz lo expresa de forma bella: "Y todos cuantos vagan / de ti me van mil gracias refiriendo / y todos más me llagan / y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo". En el interior del verdadero amante, todas las cosas terminan siempre refiriéndose al ser amado, y allí encuentran un sentido y un significado más pleno para nosotros. Se entienden bien, bajo esta perspectiva, el consejo del Zorro al Principito: "no se ve bien –dijo el Zorro al Principito- sino con los ojos del corazón. Lo esencial es invisible a los ojos". En la vida de una persona que ama todas la cosas adquieren su justo valor y realce cuando son compartidas con el ser amado. Todo lo quiere para el amado, y sin él nada le llena plenamente.
Por eso ¡qué necesario es que el objeto amado esté a la altura de las potencialidades del hombre! Que sea capaz de colmar todos los deseos y aspiraciones humanas. Cuando hablamos de proyecto de vida nos referimos, sobre todo, a esa fuente de amor en la que se desea fijar la mirada interior. El dinero, la honra, la fama, los hijos, las obras de caridad, Dios, cada uno de ellos constituye la aspiración de muchas personas, pero no todos son en realidad fines que nos colman de amor. Sabemos que el corazón no crece ni se sacia con el dinero, ni con la fama, ni con la honra, al contrario, tiende a empequeñecerse. Por su parte, los hijos, la familia, la amistad y las obras de caridad hacia el prójimo, proporcionan relaciones de amistad y amor muy plenas. Sin embargo, también exigen mucha grandeza de corazón, porque pueden llegar a ser, justamente ellas, la principal fuente de discordias y de dolor humano.
La complejidad de las relaciones humanas, esa estructura dramática de la vida que todos experimentamos cada vez que pasamos de la alegría a la tristeza, de la satisfacción al hastío, de la compañía a la soledad, del amor al odio, no son otra cosa que la dinamis, el movimiento, del corazón. Es un proceso que exige un continuo ascenso en la escala del amor, que comporta dolor y sacrificio. Incluso el amor de los buenos esposos, que llena el corazón de satisfacción y plenitud, tampoco está exento de experimentar estos pequeños o grandes "dramas" que debe superar con un poco de dolor y a veces de lágrimas.
Por eso, el amor humano, para que sea pleno, necesita también alimentarse de Dios. Una chica explicaba esta dinámica del corazón y la necesidad de Dios, cuando escribía a una amiga contándole de su noviazgo: "Ya tenemos un año y cuatro meses juntos, y a veces tengo tantas dudas sobre él y sobre lo que será nuestro futuro (...) Una vez terminamos porque se comportó de una forma egoísta, que no soporté y, sinceramente preferí estar sola. Luego me buscó y me pidió perdón. Ahora vamos mejor. Creo que todos merecemos oportunidades y se la di (...) Hoy por hoy te puedo decir que lo quiero y estoy bien a su lado, mas no siento apego por él, si está, bien, y si no está, también. Todo esto de estar con alguien y de vivir el amor me pone muchas veces frente al espejo y pienso: ¿cómo debe sentirse Dios cuando no le correspondo y me comporto de manera egoísta? Esto me produce un sentimiento terrible: sentir que das todo por alguien, y que no se valora el esfuerzo... ¡es decepcionante, triste! ¡Y Jesús nos dio su vida! Si no fui capaz de soportar un acto de egoísmo de mi novio ¿cómo se sentirá Jesús cuando lo ignoramos y nos apartamos de su amistad? Cada vez me doy más cuenta de que las experiencias de amor verdadero con mi novio en realidad provienen de mi relación con Dios, de este mirarme en el espejo y examinar cómo es mi conducta frente a Dios. Y es increíble cómo con cada pequeña experiencia veo tan claro que todo lo que he construido en esta relación, los pequeños detalles, el sacrificio constante y renovado cada día, la comprensión, la paciencia, el perdón... todo me viene de Dios. No me cabe la menor duda de que es Él el que me enseña lo que es amar".
Sólo Dios puede colmar los deseos del corazón humano y, al mismo tiempo, dejarlo abierto a los demás. Amar a Dios significa buscarlo con el corazón, re-cordarlo, contemplarlo. El cardenal Ratzinger rezaba en el Via Crucis del Coliseo del 2005: "Danos, Señor, la inquietud del corazón que busca tu rostro (…) Graba tu rostro en nuestros corazones, para que así podamos encontrarte y mostrar al mundo tu imagen.". En la persona de Jesucristo el corazón humano encuentra un rostro para recordar, unos ojos a los que mirar, una voz para escuchar, una llamada a la que seguir. San Agustín decía que el corazón humano no cesa de buscar hasta que encuentra el rostro de Dios, y en Él descansa. Contemplar el rostro de Dios en Cristo no es fomentar un recuerdo del pasado, no consiste en aferrarse a una figura histórica que pasó. Jesucristo vive: ésta es la gran verdad del cristianismo que viene predicando desde la Resurrección de Jesús. Por eso podemos preguntarnos y dejar abierta la cuestión ¿No será que la contemplación de Cristo es el modo en que Él se hace presente en nosotros? En este caso estaríamos frente a un tipo de recuerdo diverso, porque se trata de una presencia misteriosamente real.
Cuando el corazón está fundamentado en Dios, todas las relaciones interpersonales mejoran y adquieren un peso, una fidelidad y una riqueza "a prueba de balas": "Creo –decía la chica a su amiga en la carta- que todo esto sirve para que mi novio se dé cuenta de que mi relación con Dios no es un capricho, ni una obsesión, ni fanatismo, sino que lo necesito porque cuando me alejo entonces veo que no soy capaz de amar. Te confieso que a veces me canso porque no lo entiendo, y entonces no me queda más remedio que meterme más en oración y hacer más sacrificios a ver si mejora".
Cualquier proyecto de vida, de compromiso estable, que quiera ser definitivo debe tener a Dios como centro y norte de toda la dinámica del amor interior. Vivir en la esperanza, ser fuerte, paciente, optimista, consiste en mantenerse firme en el recuerdo de que algún día nos encontraremos con Dios, plenitud de todos los deseos del corazón.
Los peligros del corazón
El filósofo Pascal hablaba de las "razones del corazón" refiriéndose, quizá, a esas ideas a las que el corazón se aferra ciegamente, y que le hacen excluir otras razones que su propia inteligencia o el buen consejo de las personas queridas le intentan mostrar. También se usa con frecuencia la expresión "el amor es ciego" para ilustrar que una vez que el corazón ha escogido un objeto de contemplación y amor, se le hace difícil desprenderse de él y juzgar sobre la conveniencia de ese querer. Sin duda el principal peligro del corazón consiste en la tendencia a los apegamientos.
¿Cómo se reconoce un apegamiento? ¿Por qué pueden dañar el corazón? El amor verdadero es el que nos mueve a la generosidad, mientras que el amor egoísta es el que nos encierra en nosotros mismos, porque busca una posesión desordenada e injusta del ser amado. El deseo de poseer marca la distinción clave entre el amor de entrega y el amor de egoísta. Un corazón generoso es aquel que permanece abierto, que se relaciona con las cosas y con las personas de una manera libre, que goza de ellas porque reconoce el bien que hay en cada una, pero que no se cierra nunca a otros seres, sino que permanece dispuesto a conocerlos y a amarlos. Ésta es la clave del desprendimiento interior.
Un corazón cerrado en sí mismo es aquel que se engaña pensando que ama, porque se mantiene en la contemplación del ser amado, cuando en realidad lo está contemplando no por lo bueno que tiene en sí mismo, sino por la satisfacción personal que se experimenta al contemplarlo. En lugar de ensancharse, el corazón tiende a reducirse a grandes velocidades, nacen las obsesiones hacia las personas y las cosas, lo que demuestra una ceguera y un empequeñecimiento de los horizontes existenciales, de las posibilidades de conocer y amar. Tal es el encierro en sí mismas que las personas terminan reduciéndolo todo a su propia conveniencia e intereses. Y las obsesiones, si no se intenta controlarlas, acaban por ahogar la propia personalidad. Es el efecto que tienen las pasiones desordenadas, los vicios, las ideologías. Son las cadenas del odio, de la mentira, de los prejuicios y de los complejos.
Las obsesiones también tienden a crear prejuicios, porque anulan la capacidad de razonar. Los prejuicios actúan como filtros que distorcionan el conocimiento de la realidad y de nosotros mismos; no restan creatividad y valentía para superar los obstáculos que, aparentemente, impiden que realicemos nuestros sueños. ¿Cuáles son estos prejuicios? Los más comunes, en nuestra época, son aquellos que tenemos contra nosotros mismos: más o menos inteligente, complejos físicos, tendencia a pensar que nos critican, etc. También abundan los prejuicios contra los demás. Es verdad que a veces no podemos dejar de juzgar negativamente la conducta de una persona, sus ambiciones injustas o sus reacciones egoístas. Pero no debemos condenarlas, si queremos que el corazón se mantenga libre y puro de malos deseos. Tachar a una persona supone apegarse a un recuerdo, a una valoración negativa. Fomentar el desprendimiento de los propios juicios no es nada fácil pero, sin duda, ayuda a conquistar grandes espacios de libertad interior. Esto no quiere decir que tengamos que amar a esas personas que nos han dejado heridas, obligándonos a tener un buen recuerdo de ellas. A veces convendrá tenerlas más distantes, separarse un tiempo, para que el corazón recupere su capacidad de recordar con cariño una vez que ha sanado su herida.
Las heridas del corazón: las rupturas, el abandono, la soledad, son ciertamente ocasiones de oro en las que podemos decidir si queremos hacer crecer y fortalecer el corazón, o si nos dejaremos arrastrar por la ola de las obsesiones, rencores y resentimientos. Pero para huir de ellas no basta con permanecer estable, sereno, dejando pasar el tiempo, sin preocuparse excesivamente de los asuntos que duelen en el alma. Esta actitud, fría y distante de sí mismo, no siempre es posible y, además, no funciona a largo plazo. Es necesario aprender a desahogarse. Muchas veces el mejor remedio consiste en hablar con un amigo, con un director espiritual, con un familiar o con un especialista, sobre aquello que está presente constantemente en el recuerdo y que está nublando el horizonte y el sentido de nuestra existencia. Esta vía puede ayudar a vencer las obsesiones y caminar hacia el perdón. Si no lo hacemos, si retrasamos el desahogo, el corazón se llena de deseos de venganza, de ira, de desilusión, de desencanto.
Tim Guenard –que mencionábamos al principio– después de haber perdonado a su padre, explica cómo hace para mantenerse en el perdón: "El pasado se despierta por un efecto de un sonido, de una palabra, de un olor, de un ruido, de un gesto, de un lugar apenas entrevisto...Basta una nada para que surjan los recuerdos. Me zarandean, me desgarran. Me recuerdan que aún tengo la sensibilidad a flor de piel. Aún me duele. Quizás nunca me apacigüe del todo. Sin duda deberé renovar el perdón, una y otra vez (...) Para perdonar, es preciso recordar. No hay que esconder la herida, enterrarla, sino, al contrario, exponerla al aire, a la luz del día. Una herida escondida se infecta y destila su veneno. Es preciso que se la vea, que se la escuche, para poder convertirse en fuente de vida. Yo doy fe de que no hay herida que no pueda ir cicatrizando lentamente gracias al amor"
Tampoco debemos tener miedo a llorar de vez en cuando. San Efrén, que vivió hacia el año 306 en Mesopotamia, en un bellísimo relato que se titula "Lágrimas que devuelven la vida" explica con una metáfora el efecto cicatrizante del llorar. Aunque se refiere al pecado, puede ser aplicado a las penas corazón: "Mira el ejemplo del ave fénix que resucita a sus hijos (…) cuando los polluelos nacen, se alegra inmensamente, y los estrecha con tanto afecto, que termina por asfixiarlos. Al verlos muertos e inmóviles, pasa tres días destrozado por el dolor y la angustia. No come ni bebe, pero tampoco se mueve de su lado: no se separa de ellos y los custodia. Al cabo, desgarra su cuerpo y los baña con su sangre, y entonces (…) los pequeños cuerpos vuelven a la vida. Si Dios se compadece de un pelícano y resucita a sus polluelos, ¡cuánta mayor compasión tendrá de tu alma! (…) ¡Llora, pues, por causa de tu alma! ¡Vierte sobre ella ríos de lágrimas y así la devolverás a la vida!" Es muy gráfica la metáfora del ave fénix porque nos enseña que, en ocasiones, es el mismo corazón el que se hace daño cuando no vigila su tendencia al apegamiento, y se relaciona de modo egoísta con el ser amado. El corazón puede asfixiar su propio amor. Es paradójico pero sucede así: los que más se quieren son los que más daño se pueden causar. El corazón necesita, sin duda, pasar por un proceso de purificación o rectificación.
Corazón y verdad
Lo que voy a decir no es una metáfora y puede sonar un poco abstracto: no hay nada más purificador para el corazón que la verdad: la verdad de nosotros mismos –lo que realmente somos-, la verdad de los demás y de los compromisos adquiridos. El amor a la verdad de la vida que tenemos y de los compromisos estables y definitivos que hemos adquirido, produce una fuerza que nos impulsa a salir fuera de nosotros mismos, a abrirnos a la realidad, a descubrir todo lo bueno que hay en el mundo y en las personas que nos rodean en cada momento de la vida. Posee un efecto sanador que cura, desde lo más profundo del sentido de nuestra existencia hasta lo más superficial y externo, como nuestro modo comportarnos individual y socialmente. La verdad se descubre con la razón, que no está sólo para hacernos comprender aquellas realidades de carácter científico o técnico, sino para enseñarnos también a vivir-por y a permanecer-en lo que debemos amar; a mantenernos fieles, desde el corazón, al amor, al don de nosotros mismos.
También la verdad tiene fuerza de perdón. Reconocer que no nos hemos comportado con generosidad, que hemos sido posesivos y, como el ave fénix, hemos estrangulado el amor, apoderándonos injustamente del proyecto de vida de los demás –de los hijos, del esposo o la esposa, del amigo- por no rectificar a tiempo los deseos egoístas y el afán desordenado de dominio del ser amado, etc., todo esto nos puede mover a buscar el perdón, a recomenzar a amar con un corazón nuevo, purificado, desprendido. Cuando admitimos hemos sido egoístas o descuidados, y aceptamos las obsesiones y los complejos que permanecen en nuestro recuerdo; cuando nos decidimos a afinar la conciencia de lo que invade nuestra memoria, que manifiesta una visión egoísta de la vida, de los proyectos que hemos diseñado, entonces experimentamos la alegría de sentirnos liberados de las cadenas que oprimen el corazón. Benedicto XVI lo explica en su Encíclica Spe Salvi: "No reconocer la culpa, la ilusión de inocencia, no me justifica ni me salva, porque la ofuscación de la conciencia, la incapacidad de reconocer en mí el mal en cuanto tal, es culpa mía". Nada puede cerrar el corazón -ni el sufrimiento más terrible, ni la soledad más prolongada- sino el propio hombre. Quizás en esto consiste la opción radical por la que han optado muchos santos que han sufrido lo mismo -o tal vez más- que los hombres más tiranos y despiadados de la historia de los dos últimos siglos.
Una memoria pura, un corazón limpio, es aquella que ha sido perdonada de sus malos deseos, porque todos necesitamos –además de perdonar- ser perdonados. Ningún hombre es completamente inocente de sus pensamientos interiores, todos tenemos mucha necesidad de perdón. Quizás a esto se refería Jesús cuando dijo que hasta el hombre más justo peca más de siete veces al día.
Por último, la verdad que libera el corazón de las cadenas del odio, del deseo de venganza, de los apegos obsesivos, etc., tiene que ver con el recuerdo constante de que nada en esta tierra es lo definitivo y que todos vamos a morir. Leon Kass, científico, nombrado por el Presidente Bush director de la Comisión Presidencial de Bioética de los Estados Unidos, ha estudiado mucho el tema de la muerte y de su aceptación por parte de la ciencia moderna, empeñada en buscar la fórmula de la inmortalidad, para que las personas puedan disfrutar más y más de las satisfacciones de la tierra. En sus reflexiones sugiere que las personas no deberían ver la inmortalidad como una bendición, sino todo lo contrario: la bendición es que somos seres mortales, porque es imposible prolongar en este mundo la satisfacción, ni se pueden colmar las aspiraciones del corazón humano, por más que las condiciones sean las mejores: "La limitación de nuestro tiempo de vida –se pregunta Kass- ¿no es la razón por la que nos tomamos esta vida muy en serio y la vivimos apasionadamente? Cuando los Salmos de la Biblia nos invitan a «contar nuestros días» para conseguir «un corazón sabio», el salmista nos enseña una verdad de largo alcance".
Reconocer la verdad de nuestra vida y de lo que somos capaces de amar, es el camino que nos conduce a la felicidad. El corazón experimenta deseos de eternidad, que se traducen en profundas ansias de amor y satisfacción, que sólo llegarán a su verdadero y único culmen cuando alcancemos el momento "pleno de satisfacción, en el cual la totalidad nos abraza y nosotros abrazamos la totalidad" como dice el Papa Benedicto XVI en la "Spe Salvi". Vivir una vida apasionante, aprender a tener un corazón abierto y libre, fiel a los compromisos adquiridos, joven para ilusionarse con cada ser que nos presenta a lo largo de nuestra vida. ¡Vale la pena esforzarse por tener un corazón grande!
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